Dame un día, Nueva York

La esquina de la Calle 42 con la 5ª Avenida huele a cebolla frita y curry quemado. Ashraf intenta despegar las tiras de pollo de la plancha mientras Luftî, su hijo de 21 años, atiende a un cliente. No importa que las manecillas del reloj que preside la fachada de la Biblioteca Pública de Nueva York no hayan alcanzado aún las 07.30 am; en su carrito de comida halal, los kebabs y los falafel se despachan ininterrumpidamente. Y es que Manhattan lleva horas despierta. Porque Manhattan nunca se va a la cama.

Charo
11 min readFeb 22, 2015

Fotografía y texto: Charo Lagares

09.24 h — El sol salió hace dos horas, pero los imponentes rascacielos de la zona financiera de Nueva York no dejan que sus rayos alcancen el asfalto. La tímida luz de una mañana de primavera se funde con una débil neblina plateada, y ambas se reflejan en los cristales de los edificios, que la rebotan como protegidos por un campo de fuerza.

Las gigantescas construcciones se alinean en las cuadriculadas calles de Manhattan Bajo en un caos de vidrio y cemento. Se revelan unos en otros, se protegen y se esconden del sol con pesada majestuosidad, pero ningún edificio se asemeja a su vecino. Sus cimas se superponen, y la tercera dimensión encuentra su máximo grado de libertad en las anchas avenidas que distancian las aceras.

La arquitectura derrama su infinito de posibilidades hasta Whitehall Street, donde el horizonte se despeja para admirar la bahía de Nueva York. Los interminables rebaños de turistas con zapatillas de deporte recién estrenadas y cámara fotográfica al cuello, espoleados por jóvenes de chaleco reflectante y brazos ramificados en panfletos, la delatan: la señora de Nueva York no anda lejos. Un ferry gratuito que parte cada media hora espera en el muelle a quien desee ver de cerca a la Estatua de la Libertad. Los visitantes entran en el barco a oleadas. Tras los cristales empañados, el regalo que Francia hiciera a Estados Unidos con motivo del centenario de su Declaración de Independencia posa, perenne y minúscula, en el fondo de los autorretratos de los extranjeros.

Tras una breve parada en Staten Island, el ferry recoge a sus pasajeros, 60.000 de media diaria, y los devuelve a la isla de Manhattan. Las rutas de los turistas comienzan entonces a entrelazarse. Es fácil coincidir con las mismas caras que observaban la Estatua de la Libertad desde el barco en el camino hacia Wall Street. Nueva York tiene una extensión terrestre de casi 800 kilómetros cuadrados, pero sus principales atracciones se concentran en los 60 de Manhattan. En menos de veinte minutos a pie, el edificio de la Bolsa y el Ayuntamiento de Nueva York pueden ser tachados de la lista de cosas que ver. Diez minutos más y el Puente de Brooklyn se despliega, tembloroso, ante una riada de turistas dispuestos a esquivar a ciclistas impacientes y vendedores de figuritas de cristal.

La ciudad de Nueva York es el hogar de más de ocho millones de personas, que cada año reciben a otros 54 decididos a arrasar en sus tiendas y a acabar con los snacks de patata de infinitos sabores que se hacinan en las estanterías de sus pharmacies. El pasado año, casi 12 millones de turistas pasearon por las calles de la ciudad. Las cajas registradoras consiguieron facturar alrededor de 61,1 billones de dólares.

Las cifras marean. Al igual que lo hacen las ráfagas de viento helado que azotan a los viandantes, enclavados en las desprotegidas esquinas de las avenidas hasta que el muñeco de neón verde les cede el paso. El termómetro roza los 20º C, pero el movimiento del aire hace que la sensación térmica se desplome hasta los siete. Las temperaturas no impiden que las neoyorquinas que trotan en tacones — iPhone en una mano, Skinny Vanilla Latte en otra — lo hagan sin medias. Imitando a las jóvenes londinenses del barrio de Chelsea, las chicas de Manhattan han desarrollado una aversión a esconder sus piernas que desafía al frío y a la lógica. Cerca de un espectáculo callejero que entretiene a los turistas encarrilados hacia el Puente de Brooklyn, el ala femenina de una nutrida pandilla de matrimonios españoles comenta la escena. Una de ellas se cruza el bolso sobre el pecho mientras otra rebusca en un bolsillo. Saca un bulto envuelto en una servilleta blanca y lo descubre antes de ofrecerlo al resto del grupo. La grasa de las galletas en el pañuelo ha convertido el logo del hotel en un borrón dorado.

11.35 h — Si Brooklyn fuera un color, sería el rojo. Rojo ladrillo, el que colorea las paredes de sus edificios. O blanco. Blanco manchado, como la flor de los cerezos que salpica las aceras y protege del sol a la bicicleta amarilla que un treintañero de frondosa barba oscura, pitillos negros y camisa burdeos abotonada hasta la nuez, encadena al tronco de un árbol antes de entrar en una zumería ecológica.

Brooklyn está vivo. Las hileras de turistas que se aglutinaban en la orilla de Manhattan parecen haberse diluido en el camino. Ya no penden cámaras del cuello. Ahora son mochilas de superhéroes las que cuelgan de los hombros de los niños que salen del colegio. Las grandes franquicias del café también han quedado olvidadas al otro lado del río. En su local de cemento, luces led y muebles de segunda mano, una joven pelirroja despacha tartas de zanahoria y tazas de té chai. Enmarcado en plata, un diploma de arquitectura con el membrete de la Universidad de Columbia corona el rincón de las cupcakes.

El distrito brilla con la intensidad de un reflejo de sol en el metal. La luz del skyline de Manhattan rebota en el río Hudson y en las curvas de los puentes que conectan los dos boroughs más importantes de Nueva York. Si no fuera porque las tinieblas se apoderan por completo de las calles de la ciudad con el menor asomo de nubes, Brooklyn podría prescindir de iluminación artificial. Desde el merendero del parque del Puente de Brooklyn, donde los neoyorquinos se reúnen para charlar con un café entre las manos y unas vistas que parecen sacadas de una serie de la HBO, las gafas se convierten en una obligación si se pretende contemplar el horizonte de los rascacielos sin provocar una quemadura en la retina ocular. Además de proteger contra el sol, las gafas también hacen las veces de escudo ante la brillantina de los tules asimétricos en los que las novias asiáticas se enfundan para el reportaje post-nupcial con sus recién estrenados maridos.

Aturdida la vista, lo más sabio es dejarse llevar por el sentido del olfato. El olor a queso fundido de Grimaldi’s conduce a un baile de manteles rojos y blancos en el que las pizzas tienen dos dedos de grosor y 70 centímetros de diámetro. Las colas de los peregrinos de la comida italiana suelen dar la vuelta a la manzana en hora punta, momento que los rivales del restaurante aprovechan para buitrear clientes impacientes.

The Ice-Cream Factory, una pequeña heladería a orillas del río que celebra con orgullo la fastuosidad de la repostería americana, tampoco presenta quejas en el apartado de poder de convocatoria. Los más golosos se apelotonan en la puerta formando una hilera congelada sobre el muelle de madera. Quienes ya tienen su helado salen sonrientes por la puerta trasera del local con un cono de galleta que soporta casi medio kilo de crema y azúcar. Unos amplios escalones de cemento a la sombra del Puente de Manhattan invitan a los transeúntes a tomar asiento mientras saborean el postre. Las mochilas se descuelgan de los hombros y los pies se escapan de sus zapatos. Es un martes de abril, pero los domingos de agosto saben así.

15.20 h — Existía una ley no escrita en el universo del turismo neoyorquino que obligaba a quienes hubieran recorrido el Puente de Brooklyn a realizar el camino de vuelta por el de Manhattan. De esta manera, ante los ojos se expandiría una panorámica en la que todos los iconos de Nueva York quedaran englobados. Pero hay leyes que caen en el olvido y que nadie se molesta en rescatar. Y por eso, la monstruosa estructura verde que une los dos distritos apenas ve caras nuevas. Las vías del metro se apoderaron de los carriles para automóviles hace tiempo, y el choque de los metales perfora el tímpano con tal fuerza que solo los deportistas más motivados consiguen recorrer sus dos kilómetros de largo.

Además de despreciar unas vistas que quedan reservadas a los usuarios del metro, evitar el trayecto a pie por el puente verde significa desechar la posibilidad de entrar en Chinatown por su avenida principal. A medida que la distancia con el barrio asiático se acorta, el rojo y el dorado comienza a conquistar los letreros, los grafitis a inundar las azoteas de los edificios y los puestos de frutas de nombres impronunciables a brotar en las aceras. La titilante iluminación de las calles chinas es el preludio de los cálidos colores de Little Italy, una única calle en la que los restaurantes y las heladerías italianas se aprietan entre tiendas de souvenirs y carritos de cannoli.

Un almacén que vende artículos de decoración navideña durante todo el año congrega a un barullo de turistas lo suficientemente numeroso para cortar el tráfico peatonal. En la siguiente manzana, el aire comienza a perder su aroma a orégano y el SoHo, el barrio de Nueva York sinónimo de bohemia en las últimas décadas, se despliega en estrechas calles de ladrillo.

17.48 h — Siete kilómetros más tarde, cuando el sol se ha vuelto a esconder entre las plantas más altas de los rascacielos de la ciudad, el Museo Metropolitano de Nueva York, situado en un lateral de Central Park, abre sus puertas al público. La escuálida cola frente al mostrador de admisión la explica un pequeño cartel estratégicamente mal emplazado: pagar por la entrada es opcional. Quienes lo hacen aportan la cantidad de dinero que estiman conveniente, a fin de contribuir a la conservación de la pinacoteca y sus obras.

Dentro de uno de los museos norteamericano de mayor renombre, la cultura europea celebra una de sus reuniones más abigarradas. La civilización griega convive con Van Gogh, Cézanne, Renoir y Monet. La fotografía francesa de principios del siglo XX comparte planta con los mosaicos de la antigua Roma. Los estudiantes de Arte se amotinan en pequeños estudios portátiles sobre los que dejan pasar el minutero intentando reproducir las obras de los grandes maestros del Impresionismo. Solo la voz grave de un vigilante de seguridad que recuerda la obligación de desactivar el flash antes de hacer cualquier disparo con el teléfono móvil desentona con el taimado equilibrio de la sala.

20.05 h — Las rocas de Central Park parecen sacadas del decorado de una película de ciencia-ficción. Su superficie lisa las convierte en escenarios perfectos de picnics y meriendas. Incluso se vuelven un improvisado lugar de siesta para turistas fatigados.

En el asfalto que divide el verde, los maillots de ciclistas y runners compiten con las barrocas calesas que pasean a matrimonios de japoneses jubilados. Las infinitas extensiones de césped, repletas de flores de chillones colores plantadas tras las heladas del invierno, reproducen el efecto de dimensionalidad que el desorden de los rascacielos de Manhattan Bajo abanderaba. Los estanques ponen distancia con los edificios de la ciudad, y el horizonte gris de hormigón y cristal desafina con los verdes de las soberbias copas de los árboles.

Cada paso revela un parque diferente. Los campos de entrenamiento de baseball preceden a un teatro de piedra que acoge representaciones de los dramas de Shakespeare en verano. Una cabaña de madera con la bandera sueca en las ventanas se autoproclama la casa de títeres más grande del mundo. Más adelante, frente a Strawberry Fields, el monumento en honor a John Lennon, un par de treinteañeros tararea Imagine mientras un grupo de adolescentes se graba haciendo piruetas con sus monopatines.

23.38 h — La luna, en la última fase del cuarto creciente, se asoma entre las nubes con la timidez propia de quien sabe que su presencia puede incomodar al resto. Las luces de Times Square se valen ellas solas para iluminar por completo el centro de la ciudad.

Un Mickey Mouse con acento latinoamericano y una Estatua de la Libertad con gafas de sol dan un pista sobre el índice de turistas por metro cuadrado que concentra los alrededores de la Avenida Broadway. Los pasos de cebra que conectan las aceras de la plaza se congestionan de tal manera que avanzar cinco metros en menos de un minuto, sin violar la integridad física de quien obstruye el camino, se convierte en una tarea hercúlea. Los frenazos en seco preceden a los selfies, que a su vez desencadenan el escudriñamiento de los alrededores en busca de alguien que no parezca susceptible de salir corriendo con el smartphone en las manos. Los píxeles de la cámara frontal no harían justicia al brillo de las luces.

La esquina de la Calle 42 con la 7ª Avenida huele a patatas fritas con ketchup y a sudor de viajero. El pop y el dance se escapan por las puertas eternamente abiertas de las tiendas de ropa para adolescentes y se enzarzan en una batalla contra los gritos de los promotores de autobuses turísticos. No importa que las manecillas del reloj que señala la entrada al Hilton barrieran las 12 hace tiempo; en este hormiguero de luces y excuse me’s atropellados, nada interrumpe el rítmico ir y venir de paseantes. Y es que Manhattan lleva horas despierta. Porque Manhattan nunca se va a la cama.

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Por lo general, intentando escribir en frases más cortas.

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